31 de agosto de 2011

Un cacho de literatura

El señor de los peces
(cuento)




Una pecera, un par de ojos saltones mirándome detrás del vidrio. Al día siguiente, dos pares de ojos, la misma pecera. Era imposible. Hipotetizar acerca de lo sucedido tenía mil veces menos sentido que inventar una respuesta al azar y darla por válida. Un mismo pez no puede engendrar otro pez por sí solo. En la escuela me habían enseñado que la generación espontánea no existía. Sin embargo, aquella mañana, había dos peces en el agua, dos peces exactamente iguales. A pesar de la extrañeza del hecho, no me preocupé demasiado. Alimenté a los peces y me olvidé del asunto. Pasados unos días me acostumbré a tener a los dos escamosos en casa. Era más divertido que tener sólo uno. Durante las noches de aburrimiento me pasaba ratos enteros intentando descifrar cuál de los dos era el pez original. Pero era inútil. Ambos resultaban ser idénticos a la vista. Ningún rasgo distintivo, movimiento o comportamiento que los diferenciara. Era realmente extraordinario.

Semanas más tarde, la situación se tornó un tanto embarazosa. El lunes había dos peces, el martes fueron tres, el miércoles cuatro, el jueves cinco, el viernes ya eran siete. Todos idénticos, del mismo tamaño, el mismo color grisáceo, los mismos ojos saltones. No podía evitar sentirme como un padre primerizo cada vez que un nuevo espécimen aparecía en el agua. Era realmente emocionante. Los peces se agolpaban intentando nadar y chocaban unos contra otros. Me vi obligado a comprar otra pecera. No me molestaba la situación. Por más extraño que fuera lo que sucedía, me hacía sentir especial. ¿Cuántos seres humanos tienen la posibilidad de observar con sus propios ojos un hecho de tan extraña naturaleza? ¿Acaso había sido elegido por fuerzas superiores para renovar las expectativas sobre la generación espontánea de las especies? Me sentía único en el mundo. Era el señor de los peces.

Dos meses después, el número de peceras se elevó a ocho. Las numeré y coloqué por orden de llegada. Cada una albergaba a cinco peces, pero tenía lugar para siete u ocho más. Mi casa se estaba transformando en un acuario. Por suerte, las visitas no eran algo usual para mí. Además, ¿para qué necesitaba visitas? Mi inerte existencia se fue transformando de a poco en una fiesta llena de vida y movimiento. Esos animalitos me colmaban de alegría. Por la mañana, al levantarme, los alimentaba y les renovaba el agua de las peceras. Procuraba que cada día los cristales estuvieran relucientes, impecables, no quería perderme ni un solo detalle de aquel espectáculo majestuoso. Sin embargo, por más que lo intentara, nunca alcanzaba a observar el momento exacto en el cuál el nuevo pez aparecía en el agua. Eso realmente me sacaba de quicio. No podía evitar sentir culpa al no presenciar una nueva creación. Temía que el nuevo ser considerara mi desatención como una muestra de desprecio. Tampoco lograba calcular la frecuencia con la cual surgían los especimenes. Un día se creaban dos, otro día cuatro, otro día ninguno. No tenía lógica. Por más cuentas que sacara, por más tiempo que dedicara a observarlos, no conseguía encauzar las dudas hacia ninguna parte. Los animalitos afloraban a la vida por arte de magia. Pululaban como extraños clones desvergonzados. Como era de prever, pasado un cierto tiempo, dejé de escudriñar. No tenía sentido buscar una explicación a un hecho evidentemente inexplicable. Lo mejor que podía hacer era deleitarme con aquello que me sucedía. La vida me había dado la oportunidad de ser el único hombre sobre la tierra que presenciara algo tan especial. Me olvidé de los cálculos y feliz, asumí mi lugar en el mundo. Era, definitivamente, el Señor de los peces. 

Todo comenzó a marchar a las mil maravillas. La creación iba viento en popa. Cuanto más tiempo les dedicaba a mis peces, cuanto más los mimaba y les hablaba, más se generaban. Todos y cada uno de los animalitos se veían sumamente alegres dentro de las peceras. Sus movimientos y sus aleteos denotaban una evidente felicidad compartida. Lo más admirable, sin lugar a dudas, era su capacidad de ser exactamente idénticos. No había modo de tener preferencia por uno o por otro. Conformaban una comunidad ideal, un socialismo idóneo, digno de asombro. A la hora de alimentarse cada uno se erguía con la cabeza hacia arriba y la cola hacia abajo, dibujando una línea recta. De esa manera todos podían conseguir alimento al mismo tiempo, sin necesidad de alborotos ni peleas. Por lo general nadaban en círculos, sin chocarse entre sí, sin molestarse. Procuré lograr que cada una de las peceras fuera exactamente igual a la otra. El mismo ancho, el mismo largo, el mismo grosor de vidrios. No quería fomentar diferencias entre mis peces. Eran perfectos así como estaban.

 Una mañana noté algo extraño en la pecera número cuatro. Había aparecido un pez color naranja. No se asemejaba en nada a los demás peces. Era más pequeño, tenía las aletas puntiagudas y los ojos color verde musgoso. Entré irremediablemente en pánico. Sentía que algo andaba mal, no era posible tal aberración de la naturaleza. No podía surgir un pez naranja de entre decenas y decenas de peces grises. Esa noche no logré dormir. Estaba aterrado. Temía por mis peces. Su sociedad, tan perfecta, ahora resquebrajada por ese endemoniado espécimen naranja. No podía permitir que toda su estructura social se demoliera de una manera tan absurda. Antes de que amaneciera tomé valor y me levanté de la cama. Todavía estaba oscuro. Me temblaban las manos y las piernas. Se me hacía cada vez más difícil respirar. Me paré frente a la pecera número cuatro y esperé a que el pez anaranjado se acercara a la superficie. Fue más fácil de lo que había pensado. No tardó ni un minuto en morir. Se retorció brevemente sobre el piso y dejó de moverse. Regresé a la cama y finalmente pude dormir. Era el Señor de los peces.

Lo que aconteció la mañana siguiente es casi imposible de describir. En todas y cada una de las peceras nadaban frenéticamente innumerables peces color naranja. Era una colérica danza de colas y aletas grises y anaranjadas que colisionaban entre sí. Los peces nuevos tenían a los originales totalmente sometidos a su rebeldía y voracidad. A una velocidad increíble, los especimenes anaranjados se estrellaban contra los cristales. Golpeaban sus inmundas cabezas contra los vidrios provocándose cortes por todos lados. Varias peceras estaban agrietadas y chorreaban agua. Los peces originales se desesperaban por emerger a la superficie y conseguir oxígeno. Algunos de ellos flotaban muertos en el agua turbia, ensangrentada. Era un espectáculo horrendo. Los peces nuevos eran cada vez más y más. Se generaban con una rapidez fantasmagórica. Ya casi no cabían en las peceras. Finalmente, los cristales cedieron a la presión ejercida desde adentro. Una a una, todas las peceras se hicieron pedazos. El agua me mojó los pies descalzos. Todo a mi alrededor se convirtió un asqueroso aleteo y retorcimiento de cuerpos gelatinosos. Un repugnante caos lleno de ojos y escamas. Traté de salvar a los peces grises que se encontraban a mi alcance, pero a cada intento se me resbalaban de las manos. Lloré amargamente. A los pocos minutos todo fue calma y silencio. Un solo pez se movía aun entre de los cuerpos si vida. Lo recogí del piso y lo sumergí en la bañera.

Una pecera, un par de ojos verdes mirándome detrás del vidrio. Al día siguiente, dos pares de ojos, la misma pecera. Soy el Señor de los peces.


Autora: Florencia Ciancio

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1 comentario:

Guillerminatl dijo...

Me encantó flor, esta muy bueno!