Los caídos del 12 de noviembre.
Ilustración de Sofía Luján Acevedo |
Sin embargo, hubo un día en que la lluvia paró. Como era de esperar, salimos catapultados al patio para seguir con nuestro festejo. Drogados de alegría los infantes corrían, saltaban y se trepaban a todo lo trepable. En el piso mojado conviviían alegremente pedazos de pizza, papas fritas, sanguchitos y papel picado. Rápidamente, por el efecto de los comestibles aceitosos mezclados con los restos de lluvia, el patio se convirtió en una trampa mortal. Era como caminar sobre una fuente enmantecada. Resbalones por aquí, resbalones por allá, no hubo una sola nalga que no conociera la dureza del suelo. Todos mis amiguitos caían como moscas, uno tras otro. Las risas se convirtieron en llantos desesperados. Mi madre, haciendo uso de sus habilidades maternales innatas, se transformó en enfermera en unos pocos segundos. Mientras los que todavía seguían en pie revoloteaban por el jardín llenos de lodo, los caídos hacían fila dentro de casa para ser asistidos. Entrar a la habitación de mi madre era encontrar a tu compañerito de colegio con los pantalones arremangados y pomada en las rodillas. Un espectáculo horroroso, inaudito, inesperado. Las lágrimas y las risas brotaban por igual de las caritas llenas de restos de comida. Debo confesar que me sentía un tanto ofendida. No entendía la necesidad de hacer tanto espamento. Si uno se cae, se levanta. Y listo. Pero no, ahí estaban todos los malcriados llorando a moco tendido por un simple raspón. Finalmente, se fueron yendo los invitados, globos en una mano y curitas en la otra. Y yo me quedé con ese recuerdo, que regresa año tras año, sintiéndome como siempre, un poco hija de mis padres, un poco hija de la lluvia.
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1 comentario:
y somos hijos de esas fiestas....de esos recuerdos que por suerte no hablan de soledades....
Un saludo
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