10 de agosto de 2011

Un cacho de literatura

Dedicado a mi perra Ami, la fuente de inspiración.

Yo escribo, dibuja Magdalena.                             



Ilustradora: Magdalena Salomón



La nariz en la alcantarilla
(Cuento)
 
         Las dos patas traseras estiradas y tensas. Las delanteras un poco flexionadas. La cola cortita pegada a la parte superior del muslo izquierdo. Las orejas marrones alzadas, atentas, y la cabeza gacha, en un ángulo extremadamente incómodo pero eficaz para mantener la nariz metida en la alcantarilla. El desagüe del patio jamás había logrado acaparar la atención de una manera tan evidente. El dueño de casa lo recordaba a menudo, pero solo en su función ordinaria de desagüe. En cambio ella, con su pelaje tricolor y su boca siempre jadeante, había encontrado ahí, en ese hueco cuadrado y húmedo, la solución a sus tediosas tardes perrunas.

El dueño de casa siempre se había preguntado por qué aquel pozo del patio conseguía despertar la curiosidad del can. Se preguntaba qué habría allí que la hacía dejar a medio mordisquear un hueso o la obligaba a desinteresarse de su hartamente relamida pata trasera. No pasaba un solo día sin que el animal quedara absorto ante aquella abertura al ras del suelo. El dueño de casa había intentado, por todos los medios, que su mascota se alejara de aquel vicio. Toda maceta circundante había sido colocada sobre el hueco, cubriéndolo por completo. Y al instante, toda maceta allí colocada había sido derrumbada por un par de patas peludas. Malvones, rosas, margaritas y gladiolos habían entregado sus pétalos al servicio de aquella lucha.

El dueño de casa estaba preocupado por el caso. Un ardiente mediodía veraniego había observado al animalito asarse al calor del sol, con la nariz en el desagüe, durante dos horas seguidas. La acción se prolongó hasta que el timbre de calle los distrajo a ambos de aquel espectáculo horroroso. El dueño de casa supuso, en su mentalidad poco perruna, que al canino ejemplar le debería agradar el murmullo del correr del agua. Ésta corría desde la cocina hacia la calle. Sin embargo, una semana terriblemente calurosa de febrero, el suministro de agua de la ciudad colapsó. El desagüe estuvo seco por cinco días enteros. Sin embargo ella continuó allí, haciendo algo que para él resultaba incomprensible.

Una tarde, la curiosidad venció al dueño de casa. Mientras el peludo animalito mantenía la nariz en la alcantarilla, se acercó y se tendió a su lado, en el suelo. El can lo miró, se hizo a un lado dejándole espacio y prosiguió con la cabeza en el hueco. Esta actitud del can dejó perplejo al dueño de casa. Claramente, lo invitaba a sentarse a su lado, a compartir su diversión. Parecía que el peludo animal había estado esperando aquel momento desde el descubrimiento del desagüe y ahora se sentía satisfecho. Durante unos tres minutos y medio el agua corrió sigilosamente produciendo un susurro casi inaudible. Luego dejó de correr. El dueño de casa trató de advertir en la perruna mirada algún cambio de expresión, alguna mutación del humor. Pero sus ojos siguieron atentos al agua estancada y barrosa. Al cabo de diez minutos consecutivos de aburrimiento el hombre comenzó a pensar que el animal sufría de algún trastorno. Entre bostezo y bostezo se encaminó al interior de la casa.

Al día siguiente, sabrá Dios por qué extraño impulso, el hombre volvió a sentarse junto al desagüe. El peludo canino nuevamente se hizo a un lado dejándole espacio. El dueño de casa entonces pensó, que ahí adentro debería haber algo invisible para  él, pero totalmente real para ella, tan real como su nariz negra y su mal aliento. Volvió a estirarse en el suelo cálido, a hacerle compañía. Se quedaba impactado viéndola allí, siempre en la misma posición incómoda, observando u oyendo algo que para él no existía. Pensó en la posibilidad de la existencia de un mundo entero ahí abajo. Un mundo en miniatura descubierto por su mascota. Un mundo subterráneo habitando en el desagüe.

Días más tarde, el dueño de casa decidió escribir un papelito que dijera “¿Hay alguien allí?” y arrojarlo dentro del pozo. Así lo hizo. Pero nada sucedió. Supuso que tal vez los habitantes del desagüe no entendieran su idioma o no supieran leer. Quizá fuera un pueblo analfabeto. Tal vez optaban por la comunicación telepática. A lo mejor se comunicaban telepáticamente con la extraña mascota.

Una semana después, casi por seguirle el juego al can, el dueño de casa arrojó por el caño un barquito hecho con papel de alfajor. Inmediatamente, corrió a la vereda esperando verlo salir. Debía salir por el otro extremo. Quizá alguien subiría y él corroboraría su teoría del mundo en miniatura. Pero el barco no salió. El hombre se angustió terriblemente. Comenzó a dar vueltas por la vereda, a ir y venir desde el patio a la entrada, buscando algo, alguien, alguna señal de vida. ¡¿Y si los hubiera matado con ese barco destructor mil veces más grande que los seres del desagüe?! Corrió nuevamente hacia la casa. Cortó el suministro de agua y volvió al patio. Se tendió en el suelo con el oído pegado al pozo. Metió parte de la cabeza en el hueco pero no logró ver ni escuchar nada. Miró a ambos lados en busca de una solución al desgraciado episodio. En ese instante divisó al peludo cuadrúpedo en el jardín. Había ido a comer pasto. Al dueño de casa le pareció una actitud totalmente inhumana de su parte ante una situación tan extrema como la que acontecía. Maldijo a la mascota. Cuando el agua finalmente dejó de escurrirse, volvió a meter la cara en el pozo. Gritó desesperado, preguntando si había alguien con vida. Buscaba alguna señal que lo tranquilizara. Pensó en llamar al 911, pero ¿qué les diría? ¿que él los había matado? ¿que había sido su culpa? No, no podía hacer eso. No podría soportar tal presión. Entró en pánico. Quiso huir. Las lágrimas le rodaban por los pómulos y un sudor frío comenzó a cubrirle el labio superior, la nuca, y luego todo el cuerpo. La vista se le nubló casi por completo. Sabía que iba a desmayarse. Ya en el suelo, con la frente sobre las baldosas humeantes bajo el sol, creyó entrever un ejército de seres que brotaban de la alcantarilla, se deslizaban por todo el patio y subían por sus piernas. De reojo, con las pocas fuerzas que le quedaban, buscó al can, su última esperanza. Lamentablemente, de él sólo quedaba un montón de pelo sobre el pasto.

Autora: Florencia Ciancio


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