Dedicado a mi perra Ami, la fuente de inspiración.
Yo escribo, dibuja Magdalena.
Yo escribo, dibuja Magdalena.
Ilustradora: Magdalena Salomón
La nariz en la alcantarilla
(Cuento)
Las dos patas traseras estiradas y
tensas. Las delanteras un poco flexionadas. La cola cortita pegada a la parte
superior del muslo izquierdo. Las orejas marrones alzadas, atentas, y la cabeza
gacha, en un ángulo extremadamente incómodo pero eficaz para mantener la nariz metida
en la alcantarilla. El desagüe del patio jamás había logrado acaparar la atención
de una manera tan evidente. El dueño de casa lo recordaba a menudo, pero solo
en su función ordinaria de desagüe. En cambio ella, con su pelaje tricolor y su
boca siempre jadeante, había encontrado ahí, en ese hueco cuadrado y húmedo, la
solución a sus tediosas tardes perrunas.
El dueño de casa
siempre se había preguntado por qué aquel pozo del patio conseguía despertar la
curiosidad del can. Se preguntaba qué habría allí que la hacía dejar a medio mordisquear
un hueso o la obligaba a desinteresarse de su hartamente relamida pata trasera.
No pasaba un solo día sin que el animal quedara absorto ante aquella abertura
al ras del suelo. El dueño de casa había intentado, por todos los medios, que
su mascota se alejara de aquel vicio. Toda maceta circundante había sido colocada
sobre el hueco, cubriéndolo por completo. Y al instante, toda maceta allí
colocada había sido derrumbada por un par de patas peludas. Malvones, rosas,
margaritas y gladiolos habían entregado sus pétalos al servicio de aquella
lucha.
El dueño de casa
estaba preocupado por el caso. Un ardiente mediodía veraniego había observado
al animalito asarse al calor del sol, con la nariz en el desagüe, durante dos
horas seguidas. La acción se prolongó hasta que el timbre de calle los distrajo
a ambos de aquel espectáculo horroroso. El dueño de casa supuso, en su
mentalidad poco perruna, que al canino ejemplar le debería agradar el murmullo
del correr del agua. Ésta corría desde la cocina hacia la calle. Sin embargo,
una semana terriblemente calurosa de febrero, el suministro de agua de la
ciudad colapsó. El desagüe estuvo seco por cinco días enteros. Sin embargo ella
continuó allí, haciendo algo que para él resultaba incomprensible.
Una tarde, la
curiosidad venció al dueño de casa. Mientras el peludo animalito mantenía la
nariz en la alcantarilla, se acercó y se tendió a su lado, en el suelo. El can
lo miró, se hizo a un lado dejándole espacio y prosiguió con la cabeza en el
hueco. Esta actitud del can dejó perplejo al dueño de casa. Claramente, lo
invitaba a sentarse a su lado, a compartir su diversión. Parecía que el peludo animal
había estado esperando aquel momento desde el descubrimiento del desagüe y
ahora se sentía satisfecho. Durante unos tres minutos y medio el agua corrió
sigilosamente produciendo un susurro casi inaudible. Luego dejó de correr. El
dueño de casa trató de advertir en la perruna mirada algún cambio de expresión,
alguna mutación del humor. Pero sus ojos siguieron atentos al agua estancada y
barrosa. Al cabo de diez minutos consecutivos de aburrimiento el hombre comenzó
a pensar que el animal sufría de algún trastorno. Entre bostezo y bostezo se
encaminó al interior de la casa.
Al día
siguiente, sabrá Dios por qué extraño impulso, el hombre volvió a sentarse
junto al desagüe. El peludo canino nuevamente se hizo a un lado dejándole
espacio. El dueño de casa entonces pensó, que ahí adentro debería haber algo invisible
para él, pero totalmente real para ella,
tan real como su nariz negra y su mal aliento. Volvió a estirarse en el suelo
cálido, a hacerle compañía. Se quedaba impactado viéndola allí, siempre en la
misma posición incómoda, observando u oyendo algo que para él no existía. Pensó
en la posibilidad de la existencia de un mundo entero ahí abajo. Un mundo en
miniatura descubierto por su mascota. Un mundo subterráneo habitando en el
desagüe.
Días más tarde,
el dueño de casa decidió escribir un papelito que dijera “¿Hay alguien allí?” y
arrojarlo dentro del pozo. Así lo hizo. Pero nada sucedió. Supuso que tal vez
los habitantes del desagüe no entendieran su idioma o no supieran leer. Quizá
fuera un pueblo analfabeto. Tal vez optaban por la comunicación telepática. A lo
mejor se comunicaban telepáticamente con la extraña mascota.
Una semana después,
casi por seguirle el juego al can, el dueño de casa arrojó por el caño un
barquito hecho con papel de alfajor. Inmediatamente, corrió a la vereda
esperando verlo salir. Debía salir por el otro extremo. Quizá alguien subiría y
él corroboraría su teoría del mundo en miniatura. Pero el barco no salió. El
hombre se angustió terriblemente. Comenzó a dar vueltas por la vereda, a ir y
venir desde el patio a la entrada, buscando algo, alguien, alguna señal de
vida. ¡¿Y si los hubiera matado con ese barco destructor mil veces más grande
que los seres del desagüe?! Corrió nuevamente hacia la casa. Cortó el
suministro de agua y volvió al patio. Se tendió en el suelo con el oído pegado
al pozo. Metió parte de la cabeza en el hueco pero no logró ver ni escuchar
nada. Miró a ambos lados en busca de una solución al desgraciado episodio. En
ese instante divisó al peludo cuadrúpedo en el jardín. Había ido a comer pasto.
Al dueño de casa le pareció una actitud totalmente inhumana de su parte ante
una situación tan extrema como la que acontecía. Maldijo a la mascota. Cuando
el agua finalmente dejó de escurrirse, volvió a meter la cara en el pozo. Gritó
desesperado, preguntando si había alguien con vida. Buscaba alguna señal que lo
tranquilizara. Pensó en llamar al 911, pero ¿qué les diría? ¿que él los había
matado? ¿que había sido su culpa? No, no podía hacer eso. No podría soportar
tal presión. Entró en pánico. Quiso huir. Las lágrimas le rodaban por los pómulos
y un sudor frío comenzó a cubrirle el labio superior, la nuca, y luego todo el
cuerpo. La vista se le nubló casi por completo. Sabía que iba a desmayarse. Ya
en el suelo, con la frente sobre las baldosas humeantes bajo el sol, creyó
entrever un ejército de seres que brotaban de la alcantarilla, se deslizaban
por todo el patio y subían por sus piernas. De reojo, con las pocas fuerzas que
le quedaban, buscó al can, su última esperanza. Lamentablemente, de él sólo
quedaba un montón de pelo sobre el pasto.
Autora: Florencia Ciancio
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