17 de septiembre de 2011

Un cacho de literatura

Las manos de Bernabé
(cuento)



 

Florencio Molina Campos
Cuando mi madre comenzó a recelar de mi cercanía con Bernabé, no tuvo mejor idea que intentar desterrarlo imponiéndome otro padre. Así fue como apareció El Taba, un peón sucio y rancio apodado de esa forma por su fama de jugador empedernido. Ese holgazán, que olía siempre a ginebra, era mi nuevo ejemplo a seguir. El hombre no tardó mucho en adueñarse de mi madre, mi casa y mis pertenencias. La primera orden que me dio en su carácter de “padre” fue prohibirme ver a Bernabé. Decía que me iba a convertir en un vago si seguía desperdiciando las tardes con el viejo.


               Cada día que pasa, mi recuerdo de Bernabé es más nítido: las manos callosas, los dedos fornidos, acariciando el mate desde que el sol asomaba sobre el campo. Apenas movía los labios al hablar. Todavía no me explico cómo su voz podía oírse tan clara desde una boca a medio abrir. A veces pienso que las palabras le salían de otro lado. Jamás lo vi quitarse el facón de la cintura, mucho menos las bombachas de campo o la boina. Nunca tuvo hijos ni mujer. Vivía en un mundo paralelo donde solo cabían él y sus animales. Había sabido desarrollar a la perfección el don de domar caballos. Se ganaba la vida preparando yeguas y machos para las domas del su pueblo. Su técnica era tan sencilla que maravillaba. Cuando le llevaban un animal, lo dejaba suelto en el corral para que se adaptara a su nuevo entorno. De a poco se iba a arrimando a la cerca, siempre mate en mano, mientras el caballo daba vueltas alrededor del bebedero. Su acercamiento era tan sutil que en cuanto el potro menos se lo esperaba, ya lo tenía a Bernabé, del otro lado del alambrado, acariciándole el lomo. Él siempre decía que su don provenía de sus manos callosas. La caricia que dejaba caer sobre los animales era segura y firme. Procuraba tener siempre las manos ásperas y agarrotadas por el trabajo del campo. Eran la fuente de su don. Sin embargo, con esas mismas manos me arropaba de pequeño cuando me permitía, entre falsos quejidos, quedarme a dormir en su catre. Todavía me resuenan en los oídos de la memoria sus consejos de gaucho viejo: “nunca se case m’ hijo, ni le eche azúcar al mate. Esas cosas no son de hombres”.


               Durante mi infancia Bernabé se convirtió en mi mejor maestro. Volvía al galope de la escuela para meterme en su galpón a jugar con las boleadoras y los estribos que colgaban de las paredes, mientras él me sermoneaba sus consejos. Era como el padre que nunca había llegado a conocer. Mi madre me permitía pasar todas las tardes que quisiera con el gaucho. Eso le dejaba la casa libre para recibir a las visitas. Con Bernabé aprendí a montar a caballo antes que a leer y escribir. El primero que monté era un cimarrón que a mis ojos resultaba enorme. Nunca me ayudó a subir al lomo ni me dio ninguna montura. Dejaba que me cayera tantas veces como mis huesos resistieran para que aprendiera a mantener el equilibrio. Eso sí, siempre me alargó la mano para levantarme del piso mientras rezongaba al grito de: “levántese m’hijo, que el suelo no es pa’ verlo tan de cerca”. Con el tiempo, logré aprender a montar como un jinete de verdad. Yo sabía que el viejo estaba orgulloso de mí, aunque no me lo dijera. Sus palabras siempre fueron tan ásperas como sus manos.

               Cuanto más iba creciendo, más me daba cuenta que mi madre no podría ofrecerme jamás ni la mitad de los cuidados que recibía de Bernabé. Aquel hombre, que no llevaba en su sangre ni una sola gota de la mía, me daba todo aquello que no conseguía cruzando la tranquera de mi propia casa. No pasó mucho tiempo hasta que dejara de llamar a mi madre “mamá” y la empezara a llamar por su nombre. Ella pensaba que yo lo hacía como un juego y jamás se percató de que consistía en una protesta solapada. Me fui alejando de mi madre al mismo ritmo que ella atraía peones y cuatreros. Bernabé se había convertido en mi única familia, y él lo sabía. Me llamaba “hijo” con tal desenvoltura, que comencé a pensar que en algún momento debería haber sido padre de alguien. De todos modos, era imposible saberlo. Él nunca hablaba de su pasado. Tranquilamente, uno podía imaginarse que el hombre había nacido a los cincuenta años de entre los yuyos del monte. Cuando llegué a la adolescencia me regaló su facón. Me dijo que su padre, también llamado Bernabé, se lo había dado a él y que por eso me lo entregaba, para que la tradición siguiera viva. Era el facón más hermoso que había visto en mi vida. Todo de plata, labrado de punta a punta, tenía escrito “Bernabé” en el mango y llevaba una herradura de cobre en la parte inferior de la vaina. Desde ese día jamás me quité el facón de la cintura. Sentía que, finalmente, pesaba sobre mí un lugar de pertenencia.

               Sin embargo, desde la llegada de El Taba, todo fue de mal en peor. El sucio peón se la pasaba más tiempo dormido por la borrachera que despierto. Y cuando lograba sacar la cabeza del catre no hacía más que llenarme de insultos. Por eso, cada tanto me escapaba de la escuela y pasaba unas horas montando a caballo con Bernabé. El viejo me decía que no tenía que preocuparme por esos problemas, porque el hombre solo se hace hombre cuando el destino le empieza a curtir el alma.

               Una noche, El Taba llegó a las casas más borracho que de costumbre. Traía la camisa desabotonada, manchada de tierra y de sangre ajena. Entrar por la puerta y golpear a mi madre fue un mismo acto. Ella cayó de cara al piso abriéndose un tajo en la frente y permaneció tumbada como si estuviera muerta. En un abrir y cerrar de ojos El Taba quedó  atravesado de lado a lado por el facón que yo mismo me encargué de hundirle hasta los huesos. Casi no lo oí gritar. Un quejido sordo quedó flotando en el aire mientras corcoveaba en el suelo intentando sacarse la muerte de encima. Todavía me queda impregnado en las narices el olor de esa sangre apestada de ginebra.  Cuando me di cuenta de lo que había hecho, salí del pueblo lo más rápido que pude. Me fui, como perseguido por mil demonios, hasta perderme entre caminos polvorientos que aun hoy no logro identificar. Regresé, semanas más tarde, para a entregarme a la policía y ser juzgado como debía por el crimen que cargaba sobre mis hombros. Al llegar a mi casa, mi madre estaba sentada en la cocina mirando la puerta de entrada, como si esperara mi regreso desde tiempos inmemoriales. El abrazo que me dio fue el primero y el único que recuerdo haber recibido de ella en todos esos años. La cicatriz de su frente ya casi había sanado. El Taba no corrió la misma suerte y permanecía enterrado en el cementerio de su pueblo natal.

               He de decir que esa vez, esa sola y mísera vez, mi madre decidió hacerse cargo del lazo de sangre que nos unía, y lo hizo de tal manera, que terminó de romperlo para siempre. La mancha que pesaba sobre mi nombre fue borrada culpando a Bernabé del homicidio. No hubo tribunal que pudiera defender al domador, cuyo nombre figuraba en el arma que había derramado la sangre del difunto. Jamás volví  a ver a ese hombre, que agachó la cabeza mientras lo juzgaban asumiendo todas mis culpas. No hay día de mi vida en que no me venga a la memoria aquel viejo, con todo el afecto que él mismo supo sembrar en mi corazón. Y así es más o menos como lo recuerdo: las manos callosas, los dedos fornidos, acariciando el mate desde que el sol asomaba sobre el campo.


 
Autora: Florencia Ciancio.

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4 comentarios:

Blue Side dijo...

Maravilloso Ciancio. Tu camino está iluminado. Volvé a la raíz.

Ardilla Rabiosa [Florencia Ciancio] dijo...

Mil gracias!

Gonzalo Viñao dijo...

buenísimo!!! (hacía mucho que no leía cuentos con argumento tan cuidado en internet!)

Ardilla Rabiosa [Florencia Ciancio] dijo...

Gracias Gonzalo! Ya hemos hablado por Facebook... nos faltaba el blog. A conquistar el mundo...