31 de agosto de 2011

Un cacho de literatura

El señor de los peces
(cuento)




Una pecera, un par de ojos saltones mirándome detrás del vidrio. Al día siguiente, dos pares de ojos, la misma pecera. Era imposible. Hipotetizar acerca de lo sucedido tenía mil veces menos sentido que inventar una respuesta al azar y darla por válida. Un mismo pez no puede engendrar otro pez por sí solo. En la escuela me habían enseñado que la generación espontánea no existía. Sin embargo, aquella mañana, había dos peces en el agua, dos peces exactamente iguales. A pesar de la extrañeza del hecho, no me preocupé demasiado. Alimenté a los peces y me olvidé del asunto. Pasados unos días me acostumbré a tener a los dos escamosos en casa. Era más divertido que tener sólo uno. Durante las noches de aburrimiento me pasaba ratos enteros intentando descifrar cuál de los dos era el pez original. Pero era inútil. Ambos resultaban ser idénticos a la vista. Ningún rasgo distintivo, movimiento o comportamiento que los diferenciara. Era realmente extraordinario.

Semanas más tarde, la situación se tornó un tanto embarazosa. El lunes había dos peces, el martes fueron tres, el miércoles cuatro, el jueves cinco, el viernes ya eran siete. Todos idénticos, del mismo tamaño, el mismo color grisáceo, los mismos ojos saltones. No podía evitar sentirme como un padre primerizo cada vez que un nuevo espécimen aparecía en el agua. Era realmente emocionante. Los peces se agolpaban intentando nadar y chocaban unos contra otros. Me vi obligado a comprar otra pecera. No me molestaba la situación. Por más extraño que fuera lo que sucedía, me hacía sentir especial. ¿Cuántos seres humanos tienen la posibilidad de observar con sus propios ojos un hecho de tan extraña naturaleza? ¿Acaso había sido elegido por fuerzas superiores para renovar las expectativas sobre la generación espontánea de las especies? Me sentía único en el mundo. Era el señor de los peces.

Dos meses después, el número de peceras se elevó a ocho. Las numeré y coloqué por orden de llegada. Cada una albergaba a cinco peces, pero tenía lugar para siete u ocho más. Mi casa se estaba transformando en un acuario. Por suerte, las visitas no eran algo usual para mí. Además, ¿para qué necesitaba visitas? Mi inerte existencia se fue transformando de a poco en una fiesta llena de vida y movimiento. Esos animalitos me colmaban de alegría. Por la mañana, al levantarme, los alimentaba y les renovaba el agua de las peceras. Procuraba que cada día los cristales estuvieran relucientes, impecables, no quería perderme ni un solo detalle de aquel espectáculo majestuoso. Sin embargo, por más que lo intentara, nunca alcanzaba a observar el momento exacto en el cuál el nuevo pez aparecía en el agua. Eso realmente me sacaba de quicio. No podía evitar sentir culpa al no presenciar una nueva creación. Temía que el nuevo ser considerara mi desatención como una muestra de desprecio. Tampoco lograba calcular la frecuencia con la cual surgían los especimenes. Un día se creaban dos, otro día cuatro, otro día ninguno. No tenía lógica. Por más cuentas que sacara, por más tiempo que dedicara a observarlos, no conseguía encauzar las dudas hacia ninguna parte. Los animalitos afloraban a la vida por arte de magia. Pululaban como extraños clones desvergonzados. Como era de prever, pasado un cierto tiempo, dejé de escudriñar. No tenía sentido buscar una explicación a un hecho evidentemente inexplicable. Lo mejor que podía hacer era deleitarme con aquello que me sucedía. La vida me había dado la oportunidad de ser el único hombre sobre la tierra que presenciara algo tan especial. Me olvidé de los cálculos y feliz, asumí mi lugar en el mundo. Era, definitivamente, el Señor de los peces. 

Todo comenzó a marchar a las mil maravillas. La creación iba viento en popa. Cuanto más tiempo les dedicaba a mis peces, cuanto más los mimaba y les hablaba, más se generaban. Todos y cada uno de los animalitos se veían sumamente alegres dentro de las peceras. Sus movimientos y sus aleteos denotaban una evidente felicidad compartida. Lo más admirable, sin lugar a dudas, era su capacidad de ser exactamente idénticos. No había modo de tener preferencia por uno o por otro. Conformaban una comunidad ideal, un socialismo idóneo, digno de asombro. A la hora de alimentarse cada uno se erguía con la cabeza hacia arriba y la cola hacia abajo, dibujando una línea recta. De esa manera todos podían conseguir alimento al mismo tiempo, sin necesidad de alborotos ni peleas. Por lo general nadaban en círculos, sin chocarse entre sí, sin molestarse. Procuré lograr que cada una de las peceras fuera exactamente igual a la otra. El mismo ancho, el mismo largo, el mismo grosor de vidrios. No quería fomentar diferencias entre mis peces. Eran perfectos así como estaban.

 Una mañana noté algo extraño en la pecera número cuatro. Había aparecido un pez color naranja. No se asemejaba en nada a los demás peces. Era más pequeño, tenía las aletas puntiagudas y los ojos color verde musgoso. Entré irremediablemente en pánico. Sentía que algo andaba mal, no era posible tal aberración de la naturaleza. No podía surgir un pez naranja de entre decenas y decenas de peces grises. Esa noche no logré dormir. Estaba aterrado. Temía por mis peces. Su sociedad, tan perfecta, ahora resquebrajada por ese endemoniado espécimen naranja. No podía permitir que toda su estructura social se demoliera de una manera tan absurda. Antes de que amaneciera tomé valor y me levanté de la cama. Todavía estaba oscuro. Me temblaban las manos y las piernas. Se me hacía cada vez más difícil respirar. Me paré frente a la pecera número cuatro y esperé a que el pez anaranjado se acercara a la superficie. Fue más fácil de lo que había pensado. No tardó ni un minuto en morir. Se retorció brevemente sobre el piso y dejó de moverse. Regresé a la cama y finalmente pude dormir. Era el Señor de los peces.

Lo que aconteció la mañana siguiente es casi imposible de describir. En todas y cada una de las peceras nadaban frenéticamente innumerables peces color naranja. Era una colérica danza de colas y aletas grises y anaranjadas que colisionaban entre sí. Los peces nuevos tenían a los originales totalmente sometidos a su rebeldía y voracidad. A una velocidad increíble, los especimenes anaranjados se estrellaban contra los cristales. Golpeaban sus inmundas cabezas contra los vidrios provocándose cortes por todos lados. Varias peceras estaban agrietadas y chorreaban agua. Los peces originales se desesperaban por emerger a la superficie y conseguir oxígeno. Algunos de ellos flotaban muertos en el agua turbia, ensangrentada. Era un espectáculo horrendo. Los peces nuevos eran cada vez más y más. Se generaban con una rapidez fantasmagórica. Ya casi no cabían en las peceras. Finalmente, los cristales cedieron a la presión ejercida desde adentro. Una a una, todas las peceras se hicieron pedazos. El agua me mojó los pies descalzos. Todo a mi alrededor se convirtió un asqueroso aleteo y retorcimiento de cuerpos gelatinosos. Un repugnante caos lleno de ojos y escamas. Traté de salvar a los peces grises que se encontraban a mi alcance, pero a cada intento se me resbalaban de las manos. Lloré amargamente. A los pocos minutos todo fue calma y silencio. Un solo pez se movía aun entre de los cuerpos si vida. Lo recogí del piso y lo sumergí en la bañera.

Una pecera, un par de ojos verdes mirándome detrás del vidrio. Al día siguiente, dos pares de ojos, la misma pecera. Soy el Señor de los peces.


Autora: Florencia Ciancio

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23 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

Los caídos del 12 de noviembre.

Ilustración de Sofía Luján Acevedo
     ¿Cómo fueron mis cumpleaños cuando era chica? Y... básicamente, un barrial. No tuve un solo cuampleaños sin lluvia. Cuentan mis progenitores que el día en que nací "era el diluvio universal, se caía el mundo abajo". Y así continuó cayéndose el mundo a baldazos hasta que llegué a la adolescencia. No nos quedaba otra  que agolparnos dentro de casa. Una manada de niños con las zapatillas llenas de barro dando vueltas por doquier. Seguramente los días más felices de mi madre. De todos modos nos divertíamos y comíamos hasta mutar y convertirnos en cerdos. 
       Sin embargo, hubo un día en que la lluvia paró. Como era de esperar, salimos catapultados al patio para seguir con nuestro festejo. Drogados de alegría los infantes corrían, saltaban y se trepaban a todo lo trepable. En el piso mojado conviviían alegremente pedazos de pizza, papas fritas, sanguchitos y papel picado. Rápidamente, por el efecto de los comestibles aceitosos mezclados con los restos de lluvia, el patio se convirtió en una trampa mortal. Era como caminar sobre una fuente enmantecada. Resbalones por aquí, resbalones por allá, no hubo una sola nalga que no conociera la dureza del suelo. Todos mis amiguitos caían como moscas, uno tras otro. Las risas se convirtieron en llantos desesperados. Mi madre, haciendo uso de sus habilidades maternales innatas, se transformó en enfermera en unos pocos segundos. Mientras los que todavía seguían en pie revoloteaban por el jardín llenos de lodo, los caídos hacían fila dentro de casa para ser asistidos. Entrar a la habitación de mi madre era encontrar a tu compañerito de colegio con los pantalones arremangados y pomada en las rodillas. Un espectáculo horroroso, inaudito, inesperado. Las lágrimas y las risas brotaban por igual de las caritas llenas de restos de comida. Debo confesar que me sentía un tanto ofendida. No entendía la necesidad de hacer tanto espamento. Si uno se cae, se levanta. Y listo. Pero no, ahí estaban todos los malcriados llorando a moco tendido por un simple raspón. Finalmente, se fueron yendo los invitados, globos en una mano y curitas en la otra. Y yo me quedé con ese recuerdo, que regresa año tras año, sintiéndome como siempre, un poco hija de mis padres, un poco hija de la lluvia. 
  

17 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas



La vida misma.

      En el local de enfrente están remodelando. Hay un camión azul grandote cargando escombro. Se escucha ruido a motor, a escombro cayendo desde lo alto, se ve un fino polvillo blanquecino volando por los aires. Alrededor del camión se va acumulando gente. Miran asombrados el espectáculo, atónitos. Tanto escombro junto es algo hipnótico. Se va el camión azul, llenito hasta arriba. Llega uno rojo de similares características. El recambio provoca revuelo entre la chusma. Las cabezas acompañan el movimiento de descargue. Hay cuchicheos. Y acá enfrente estoy yo, sola, escribiendo estas líneas, sabiendo que nunca voy a tener tantos seguidores como esa montaña de escombro. Que envidia.

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16 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

Frases célebres.

            Hoy le voy a dedicar unas líneas a una gran frase de mi madre, pronunciada hace algunos años atrás. Los pongo en contexto: yo estaba sentada leyendo y mi madre se acerca a mí con la intención de saber el paradero de mi hermana menor la cual, en ese momento, se hallaba en el patio de casa. Es aquí cuando mi madre pronuncia la gran frase, la gran pregunta: "¿Dónde está la otra pelotuda?". Célebre. Magnánima. Incomparable. Que capacidad de inventiva, que capacidad de homologación. Dos insultos en una misma oración, en una misma e insulsa pregunta. Y yo que la ligo de rebote, sin comerla ni beberla. Soy la pelotuda nº 1, mi hermana es "la otra pelotuda", la nº 2. Nada como el amor de una madre.



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13 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

Educando al cliente

Señora clienta: el hecho de que usted atienda su celular delante mío antes de la venta o (peor aún) durante la misma, no la hace ver ni parecer más joven, ni más canchera, ni más copada, ni más globalizada. Por el contrario, usted se transforma no sólo en una pérdida de tiempo sino en una molestia para mí y mis oidos. Sus conversaciones con hijos, nietos, hermanos, nueras, etc. no me incumben y menos que menos me importan. Por favor, ahórrese la molestia. No me interesa en lo más mínimo si usted sabe usar un celular, al igual que a usted no le interesa si yo sé usar un taladro.

Atte: una vendedora desesperada.


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12 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas


Estoy terminando la primera parte de cierto cuadernillo de caligrafía y me voy dando cuenta de algunas cosas:
1- que tengo menos paciencia de lo que pensaba;
2- que tengo una letra mucho más fea de lo que pensaba;
3- que estoy más chicata de lo que pensaba.

Conclusión: tengo que dejar de pensar.

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11 de agosto de 2011

Un cacho de literatura

La gallina
(cuento)


Don Nicasio tenía una gallina y la gallina tenía un don, el don de la profecía. ¿Cómo lo sabía? Fácil. Era cuestión de hacerle al plumífero una pregunta acerca del futuro, y esperar a que ponga un huevo. Si el huevo era blanco, la respuesta a la pregunta era “sí”, si era colorado, la respuesta era “no”. Así de sencillo. Ya hacía siete años que el hombre poseía la gallina, la cual además de profeta parecía ser inmortal. Una extraña mezcla entre Matusalén y Casandra. Y así la llamaba Don Nicasio, Casandra, en honor a su extraño poder.

Los vecinos de la granja no dejaban de preguntarse cómo hacía el hombre para ganar todas las apuestas en las carreras de caballos. Caballo al que apostaba, caballo que salía ganador. Pero para el anciano señor todo se resolvía fácilmente:

- Casandra, gallina querida, ¿Ganará Centella la próxima carrera?

La gallina miraba al granjero, emitía su clásico sonido de gallina ponedora, y se acurrucaba a empollar la respuesta. Unos minutos más tarde el huevo aparecía entre sus patas augurando el porvenir. Don Nicasio nunca se había sorprendido con el curioso don de la gallina. Él creía, con fervor, que los animales son mucho más sabios que los humanos. Cuidaba al ave como si fuera parte de su familia. Jamás le faltaba alimento ni agua para beber. Solía bañarla periódicamente y cada tanto la dejaba dormir adentro al calor del fuego de la cocina. Don Nicasio nunca se había aprovechado del poder del plumífero animal. Sólo le gustaba alimentar el único vicio que tenía, las carreras de caballos. Sin embargo, un día, las cosas en la granja comenzaron a venir de mal en peor. Las sequías habían dejado a sus vacas y ovejas sin pasto para comer y sus cosechas se echaban a perder poco a poco. El pobre hombre había empezado a apostar cada vez más dinero en las carreras pero, no le alcanzaba para cubrir las pérdidas que le generaba el mal clima. Luego de mucho pensar, se le ocurrió una gran idea. Explotaría por un tiempo la capacidad adivinatoria de Casandra. Pondría un consultorio en su casa y cobraría una importante suma a aquellos que quisieran averiguar su futuro. Casandra era infalible. No podía fallar.
Así lo hizo. Seleccionó un cuarto vacío de su casa, acomodó dos sillas de mimbre y colocó un cajón de manzanas dentro del cual la ponedora engendraría la adivinación. Se encargó de hacer, con sus propias manos, un cartel que dijera: “Casandra adivina su futuro. Pase y vea”. Los curiosos no tardaron en llegar. La primera clienta cayó esa misma tarde.

- Gallinita, el bebé que va a dar a luz mi hija Rosaura ¿va a ser varoncito?

La gallina cacareó como era habitual y comenzó a empollar la respuesta. Al rato, un huevo blanco apareció entre la viruta. Unos días después la señora fue abuela de un lindo y rosado nietito varón. Con ese hecho, la fama de Casandra comenzó a crecer rápidamente.

Una semana más tarde la casa de Don Nicasio estaba abarrotada de gente. Los paisanos hacían fila, desde la mañana temprano, para ver a la gallina. Don Nicasio tuvo que empezar a entregar números de espera. Luego, comenzó a anotar en una lista los casos de urgencia para darles prioridad a un precio más elevado. Rápidamente, la fortuna del hombre empezó a crecer y el consultorio se vistió de lujo. Casandra atendía a los visitantes sentada en una fuente de porcelana china sobre una mesa de caoba. Las sillas de mimbre fueron retiradas. Ahora los clientes se recostaban plácidamente en uno de esos sillones que usan los psicólogos. Muchos salían llorando, otros reían a carcajadas o se jalaban de los cabellos. La casa de Don Nicasio estaba a un paso de convertirse en un loquero.

Cierto día, la gallina se enfermó. Se la veía muy desgastada. Había perdido peso y plumaje. Le costaba mucho trabajo poner un huevo, más del doble de tiempo que necesitaba antes. Tardaba horas y horas y los clientes se impacientaban y armaban alboroto. La gente se acumulaba en la casa de Don Nicasio. Ya no había silla que alcanzara ni número que bastara. La fila de gente que esperaba ser atendida llegaba hasta la tranquera del campo vecino. Pasados los días, la situación del ave se agravó. Un viernes por la tarde, luego de una semana de trabajo agotadora, la gallina puso un huevo bicolor, mitad blanco, mitad colorado. Atónitos, los clientes esperaron un segundo huevo normal. Sin embargo, el segundo huevo fue blanco con lunares. El tercero tuvo rayas, el cuarto fue amarillo, el quinto celeste, el sexto violeta y así sucesivamente. Casandra se encargó de conformar un extenso muestrario de huevos con características sin precedentes. Los curiosos se apresuraron a ir a ver con sus propios ojos los huevos multicolores. No faltó quien afirmara que el ave poseía poderes mágicos. La gente viajaba de todos lados para ver a la gallina. Le pedían salud, dinero, le hacían promesas a cambio de un milagro. Muchos llegaban a la granja de rodillas. Ciegos, sordos, tullidos, enfermos, indigentes, desvalidos, estafados, todos acudían a Casandra para solucionar sus males. La granja de Don Nicasio se fue convirtiendo en un santuario. Velas por un lado, flores por el otro, hasta vaciaban el bebedero de los caballos con tal de llevarse un poco de “agua bendita”. El pobre hombre ya no sabía qué hacer para que la gente lo dejara en paz. A toda hora golpeaban a su puerta, le traían regalos al ave, hacían procesiones, le dejaban maíz en la puerta y armaban alboroto cuando cacareaba.
Una mañana, como todos los días, Don Nicasio fue al establo a alimentar a sus animales. Al entrar, vio a la gallina corriendo en círculos alrededor de los últimos huevos de colores que había puesto. En el piso de tierra había quedado marcado un surco redondo. Inesperadamente, la gallina tomó impulso y se echó a volar. Voló y voló en círculos por todo el establo y luego salió hacia la tranquera de la granja. Pasó volando por encima de los congregados, dando vueltas y vueltas sobre sus cabezas. La gente observaba maravillada el espectáculo. Muchos levantaban sus manos y agradecían al cielo el milagro que les regalaba. Los feligreses se desesperaban por tocar a la gallina. Saltaban con las manos en alto para obtener al menos una pluma, cual reliquia sagrada. El sol de la mañana brilló con todo su fulgor cegando a los devotos y dorando el blanco plumaje del ave. Las pocas nubes que manchaban el cielo se disiparon, como corridas por una mano invisible. La gallina siguió volando y volando, con las alas extendidas, cada vez más alto, cada vez más lejos, hasta perderse en la inmensidad del cielo matutino.

 
Autora: Florencia Ciancio.


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10 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

 Directo a la mandíbula
Cada tanto veía pasar por la vereda una pareja de musulmanes con un cochecito de bebé. Él vestido con una especie de túnica blanca y ella usando una prenda tipo nigab o burka, completamente negra, larga, sólo se ven los ojos. Por lo visto el niño creció, hoy lo vi caminando, tendrá dos años más o menos. Lo saludé con la mano y me respondió con el dedo pulgar en alto como diciendo "¿todo bien, vieja?". Que grande la globalización...

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Un cacho de literatura

Yo escribo, dibuja Magdalena

Inexperiencias de lectura 


Ilustradora: Magdalena Salomón
El lector
(micro cuento)




              Le decían que no podía ser que no le gustara la lectura, que no supiera nada de literatura. Le señalaban continuamente que ya era hora de que comenzara a leer, que era placentero. Tanto insistieron que cedió. Tomó el libro más voluminoso que encontró en la casa de sus padres. Quería impresionarlos. La tapa estaba maltratada, las dos primeras páginas arrancadas, pero no le importó y prosiguió. No comprendió porqué había tantos capítulos, no entendió el argumento, ni cuáles eran los personajes y, finalmente, desahuciado, leyó la última palabra: “zuzón” y, confundido, cerró el diccionario.
Autora: Florencia Ciancio

Ilustradora: Magdalena Salomón



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Un cacho de literatura

Dedicado a mi perra Ami, la fuente de inspiración.

Yo escribo, dibuja Magdalena.                             



Ilustradora: Magdalena Salomón



La nariz en la alcantarilla
(Cuento)
 
         Las dos patas traseras estiradas y tensas. Las delanteras un poco flexionadas. La cola cortita pegada a la parte superior del muslo izquierdo. Las orejas marrones alzadas, atentas, y la cabeza gacha, en un ángulo extremadamente incómodo pero eficaz para mantener la nariz metida en la alcantarilla. El desagüe del patio jamás había logrado acaparar la atención de una manera tan evidente. El dueño de casa lo recordaba a menudo, pero solo en su función ordinaria de desagüe. En cambio ella, con su pelaje tricolor y su boca siempre jadeante, había encontrado ahí, en ese hueco cuadrado y húmedo, la solución a sus tediosas tardes perrunas.

El dueño de casa siempre se había preguntado por qué aquel pozo del patio conseguía despertar la curiosidad del can. Se preguntaba qué habría allí que la hacía dejar a medio mordisquear un hueso o la obligaba a desinteresarse de su hartamente relamida pata trasera. No pasaba un solo día sin que el animal quedara absorto ante aquella abertura al ras del suelo. El dueño de casa había intentado, por todos los medios, que su mascota se alejara de aquel vicio. Toda maceta circundante había sido colocada sobre el hueco, cubriéndolo por completo. Y al instante, toda maceta allí colocada había sido derrumbada por un par de patas peludas. Malvones, rosas, margaritas y gladiolos habían entregado sus pétalos al servicio de aquella lucha.

El dueño de casa estaba preocupado por el caso. Un ardiente mediodía veraniego había observado al animalito asarse al calor del sol, con la nariz en el desagüe, durante dos horas seguidas. La acción se prolongó hasta que el timbre de calle los distrajo a ambos de aquel espectáculo horroroso. El dueño de casa supuso, en su mentalidad poco perruna, que al canino ejemplar le debería agradar el murmullo del correr del agua. Ésta corría desde la cocina hacia la calle. Sin embargo, una semana terriblemente calurosa de febrero, el suministro de agua de la ciudad colapsó. El desagüe estuvo seco por cinco días enteros. Sin embargo ella continuó allí, haciendo algo que para él resultaba incomprensible.

Una tarde, la curiosidad venció al dueño de casa. Mientras el peludo animalito mantenía la nariz en la alcantarilla, se acercó y se tendió a su lado, en el suelo. El can lo miró, se hizo a un lado dejándole espacio y prosiguió con la cabeza en el hueco. Esta actitud del can dejó perplejo al dueño de casa. Claramente, lo invitaba a sentarse a su lado, a compartir su diversión. Parecía que el peludo animal había estado esperando aquel momento desde el descubrimiento del desagüe y ahora se sentía satisfecho. Durante unos tres minutos y medio el agua corrió sigilosamente produciendo un susurro casi inaudible. Luego dejó de correr. El dueño de casa trató de advertir en la perruna mirada algún cambio de expresión, alguna mutación del humor. Pero sus ojos siguieron atentos al agua estancada y barrosa. Al cabo de diez minutos consecutivos de aburrimiento el hombre comenzó a pensar que el animal sufría de algún trastorno. Entre bostezo y bostezo se encaminó al interior de la casa.

Al día siguiente, sabrá Dios por qué extraño impulso, el hombre volvió a sentarse junto al desagüe. El peludo canino nuevamente se hizo a un lado dejándole espacio. El dueño de casa entonces pensó, que ahí adentro debería haber algo invisible para  él, pero totalmente real para ella, tan real como su nariz negra y su mal aliento. Volvió a estirarse en el suelo cálido, a hacerle compañía. Se quedaba impactado viéndola allí, siempre en la misma posición incómoda, observando u oyendo algo que para él no existía. Pensó en la posibilidad de la existencia de un mundo entero ahí abajo. Un mundo en miniatura descubierto por su mascota. Un mundo subterráneo habitando en el desagüe.

Días más tarde, el dueño de casa decidió escribir un papelito que dijera “¿Hay alguien allí?” y arrojarlo dentro del pozo. Así lo hizo. Pero nada sucedió. Supuso que tal vez los habitantes del desagüe no entendieran su idioma o no supieran leer. Quizá fuera un pueblo analfabeto. Tal vez optaban por la comunicación telepática. A lo mejor se comunicaban telepáticamente con la extraña mascota.

Una semana después, casi por seguirle el juego al can, el dueño de casa arrojó por el caño un barquito hecho con papel de alfajor. Inmediatamente, corrió a la vereda esperando verlo salir. Debía salir por el otro extremo. Quizá alguien subiría y él corroboraría su teoría del mundo en miniatura. Pero el barco no salió. El hombre se angustió terriblemente. Comenzó a dar vueltas por la vereda, a ir y venir desde el patio a la entrada, buscando algo, alguien, alguna señal de vida. ¡¿Y si los hubiera matado con ese barco destructor mil veces más grande que los seres del desagüe?! Corrió nuevamente hacia la casa. Cortó el suministro de agua y volvió al patio. Se tendió en el suelo con el oído pegado al pozo. Metió parte de la cabeza en el hueco pero no logró ver ni escuchar nada. Miró a ambos lados en busca de una solución al desgraciado episodio. En ese instante divisó al peludo cuadrúpedo en el jardín. Había ido a comer pasto. Al dueño de casa le pareció una actitud totalmente inhumana de su parte ante una situación tan extrema como la que acontecía. Maldijo a la mascota. Cuando el agua finalmente dejó de escurrirse, volvió a meter la cara en el pozo. Gritó desesperado, preguntando si había alguien con vida. Buscaba alguna señal que lo tranquilizara. Pensó en llamar al 911, pero ¿qué les diría? ¿que él los había matado? ¿que había sido su culpa? No, no podía hacer eso. No podría soportar tal presión. Entró en pánico. Quiso huir. Las lágrimas le rodaban por los pómulos y un sudor frío comenzó a cubrirle el labio superior, la nuca, y luego todo el cuerpo. La vista se le nubló casi por completo. Sabía que iba a desmayarse. Ya en el suelo, con la frente sobre las baldosas humeantes bajo el sol, creyó entrever un ejército de seres que brotaban de la alcantarilla, se deslizaban por todo el patio y subían por sus piernas. De reojo, con las pocas fuerzas que le quedaban, buscó al can, su última esperanza. Lamentablemente, de él sólo quedaba un montón de pelo sobre el pasto.

Autora: Florencia Ciancio


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Un cacho de literatura

 Mención especial. Concurso "Personajes en fuga" de  www.graduadosletras.blogspot.com (año 2009)


Odisea
(poema)



Canta ¡Oh Musa! esta historia apasionada:
Penélope, hace años que de Ulises no sabe nada. 
Pero un día aventurado llega una carta
- “¡Noticias de mi querido!” – piensa exaltada.
Al abrirla dice triste a su bella ama:
- “Son puros simbolitos, no veo ni una palabra”-
- “Es griego, señora, la lengua que se habla” –
- “¡Esa maldita materia! Nunca llegué a aprobarla”-
- “No se preocupe, señora, yo puedo descifrarla”-
El ama comienza a leer, Penélope a escucharla:
- “Querida señora, escribo para informarla.
Soy guerrero, detective, poco estoy en mi casa,
en mis viajes investigo muertes de amor, venganzas,
robos, violaciones, cuentas en las Canarias.
En mi última partida llegué a la morada
de una ninfa preciosa, Calipso la llaman.
Ella es generosa con aquellas almas
que llegan hasta su lecho buscando algo más que mantas.
Luego de deleitarme con esa ninfa dotada
volví hacia mi nave que había dejado anclada.
Hallé en la arena un trozo de espada.
En un extremo tenía “Made in Ítaca” grabada.
Recordé a Ulises y a usted, dulce dama.
Creo que su esposo vive, de eso quería informarla.
Por unas pocas monedas podría ayudarla.
Sherlock Holmes a su servicio queda señora amada”-.
Penélope cae al suelo pronunciando estas palabras:
-“¡Maldito pordiosero, con una ninfa me engaña!
¡Debería hacer yo lo mismo que Climneastra!”-
-“Pero dulce señora – dice su tierna ama –
seguro pidió a Calipso ayuda para encontrarla”.
-“Yo lo conozco, querida, con él estuve casada.
¡Se las va a ver conmigo si pone un pie en esta casa!-”
-“Señora, reconsidéralo, los pretendientes te aclaman.
No es menester de una reina con cualquiera estar ligada”-.
-“Tienes razón querida, sabias son tus palabras.
Escríbele al detective rápidamente esta carta:
“Mi preciado Holmes, acepto su ayuda enseguida.
Ítaca es un caos, su asistencia es bienvenida.
La situación empeoró cuando Atenea enfurecida
instó a mi joven Telémaco a emprender la partida
en búsqueda de su padre o de alguna noticia.
Llegó a una isla pequeña, allí alargó su estadía.
Fundó una empresa que a todos da envidia.
Telefónica la llama, honrando su carisma.
Así perdí un aliado y el fruto de mi vida.
Requiero su ayuda, por el pago no hay problema.
Pero prométame, por favor, de mi marido, la vuelta.”
Al recibir la epístola, Sherlock emprende el camino.
Viaja de nuevo a Ogigia al encuentro de Calipso.
Con fines más nobles se adentra en su castillo.
Al preguntarle por Ulises la diosa niega con gritos
haberle dado a aquel hombre lecho y cobijo.
Sherlock sabe que miente, su intuición se lo dijo,
y un mechón de cabello que encontró en el piso.
“Es el cabello de Ulises”, concluye decidido.
Antes de que lo vean lo guarda en su bolsillo.
Sale de la morada, llega a su navío.
Analiza los cabellos con una lupa y barbijo.
A esta altura no se sabe donde puede estar el bicho
de esa gripe que llaman, “la gripe de los porcinos”.
Al aumento se puede ver que los cabellos perdidos
son gruesos, ondulados, carentes de todo brillo.
Piensa: “Han de ser de un hombre rudo y listo.
Veo que no usa Sedal, ni ningún otro aditivo.
Están un poco maltrechos, los extremos florecidos,
pero conservan la fuerza, son de alguien fornido.
Si Ulises ha estado aquí seguro ha partido
a donde lleva el oleaje del mar embravecido.
Hacia allí me dirigiré cumpliendo lo prometido”.
A Esqueria por fortuna el detective ha llegado.
Allí avísanle que a Ulises hasta Ítaca llevaron.
-“Malditos isleños – piensa – se me han adelantado.
Debo llegar a Ítaca, urgente, apresurado.
Si no, no recibiré el pago acordado”.
Al llegar allí advierte a un pordiosero sentado
que al verlo pasar cuéntale su pasado.
-“Este a mi no me engaña – piensa Holmes enojado –
debe ser Ulises, de mendigo disfrazado.
Tiene el mismo cabello que el mechón encontrado.
Debería usar una crema, no le sienta ese peinado”-
Dijo entonces colérico al nuevo recién llegado:
-“Ulises, no te esfuerces, la ficha te he sacado-”
-“Me cacho, me reconoce, el disfraz me ha fallado”-
-“Sé que llegaste acá en un barquito prestado.
Lo que no entiendo es qué hacés de esa manera empilchado”-
-“No te lo voy a decir si no sé con quién hablo”-
-“Con Sherlock Holmes, querido, te he venido buscando,
Penélope, tu esposa, me lo ha encomendado”-
-“Ya me lo esperaba, maldita, ni un poquito ha cambiado.
Por eso me visto así, para jugar de callado
y sin que me reconozca ver si me ha esperado”-
Luego de escuchar eso dijo Sherlock cansado:
- “Hagamos ahora un pacto y asunto terminado.
Yo te averiguo si Penélope en tu ausencia te ha engañado
que para esas cosas tengo el olfato entrenado,
y vos hacete el tonto, decí que te he encontrado
y te traje a tu casa como si fueras mi hermano,
así cobrando mi dinero me voy para otro lado”-
-“Me gusta lo que decís, el pacto aquí se ha cerrado”-
Ulises quieto se queda a Sherlock esperando.
Llega éste al aposento de Penélope callado.
En el baño, del inodoro, la tapa han levantado
hay crema de afeitar casi por todos lados,
una gillette, vaselina, todo desparramado.
Sherlock sale corriendo del baño desesperado.
En la cama matrimonial ve ambos lados usados,
hay dos pares de pantuflas y un libro de sexo tántrico.
En el placard, calzoncillos y un balón autografiado.
-“¿Y ahora qué hago? – piensa – ¡Me van a cortar las manos!
Se apresura a salir corriendo de ese cuarto endemoniado.
Al llegar hasta Ulises le dijo: “Está todo solucionado.
Tu esposa ha sido fiel, te ha estado esperando”
Ulises le preguntó: “-¿Cómo te has enterado?-”
-“Estuve en sus aposentos y vi muy asombrado,
que Penélope te espera con todo preparado:
calzoncillos, pantuflas, placeres para su amado.
Ya podés ir a su encuentro, quítate esos harapos,
y decile que deposite mi dinero en el banco”.
-“Muchas gracias amigo, sos como un hermano.
¿No te querés quedar para festejar un rato?”-
-“Te agradezco querido, mejor me voy a mis pagos”-

Autora: Florencia Ciancio

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